EL PORTAFOLIO DE NADIE
- Abraham David Nissan

- hace 18 horas
- 2 Min. de lectura

Cuento de ficción
Nadie recordaba exactamente cuándo había comenzado, pero un día, sin previo aviso, todos los humanos despertaron con un portafolio en la mano. No era grande ni pequeño; tenía el tamaño perfecto para no molestar pero lo suficiente para hacerse notar. Era negro, suave al tacto y sin ninguna marca. Tampoco tenía cerradura. Solo un botón metálico que nunca se atrevía a abrirse.
El fenómeno fue tan universal que, extrañamente, no causó pánico. La gente simplemente aceptó el portafolio como parte de sí misma, igual que se acepta una sombra. Salían a trabajar con él, entraban al metro con él, se duchaban dejándolo apoyado en el lavamanos, dormían con él cerca de la cama, como un perro fiel que no podían dejar afuera.
Pero nadie, absolutamente nadie, sabía qué significaba.
Los gobiernos intentaron estudiarlo. Científicos de todas las disciplinas lo analizaron: físicos, psicólogos, rabinos, chamanes, expertos en semiótica, en criptografía, en cosas que ni siquiera tienen nombre. Nadie pudo abrir un portafolio. Nadie pudo entender si era un regalo, una prueba, una advertencia o un simple error cósmico.
Con el tiempo, la humanidad siguió su vida. La gente aprendió a caminar, correr, bailar y abrazarse con el portafolio en la mano. Algunos lo llevaban al pecho, otros lo colgaban del hombro, otros lo sujetaban con una especie de cariño inexplicable. En las ciudades, se volvió costumbre ver miles de portafolios de un lado a otro como si fueran de la misma familia.
El misterio se volvió rutina.
Hasta que un día —como siempre ocurre en los cuentos— un niño preguntó lo que nadie se había atrevido a preguntar:
—¿Para qué lo llevamos?
La pregunta rebotó en el mundo entero. Todos miraron sus portafolios y por primera vez sintieron su peso real. No era físico. Era existencial.
Esa misma noche, una niña de otro lado del planeta hizo algo que nadie había hecho desde el inicio: se sentó, apoyó el portafolio sobre sus piernas, y simplemente lo escuchó. Cerró los ojos, respiró y dejó que el silencio hablara.
Fue entonces cuando ocurrió: el botón metálico hizo un clic suave, casi tímido. El portafolio se abrió.
No había documentos, ni mapas, ni instrucciones. Dentro solo había un espejo muy fino, pulido como si guardara la luz del universo. La niña se vio reflejada… pero no como era, sino como podía llegar a ser.
—Ah —susurró—. Esto era.
Esa palabra viajó como un viento invisible. Poco a poco, otros portafolios comenzaron a abrirse. Cada uno contenía un espejo distinto, uno que no mostraba el pasado ni el presente, sino el potencial. Algunos veían valentía. Otros, bondad. Otros, una creatividad que dormía. Otros, una fuerza que creían perdida.
El mundo comprendió al fin:
el portafolio no era una carga, era una posibilidad.
Todos lo llevaban porque todos eran portadores de algo que aún no habían descubierto: un talento, un sueño, un propósito, una misión que el universo había puesto en silencio, esperando a que cada uno se atreviera a escucharlo.
Desde ese día, nadie volvió a cargar el portafolio por costumbre.
Lo llevaban con respeto.
Porque ahora sabían que no era un objeto.
Era una puerta hacia ellos mismos.




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