La ilusión de Oslo
- Abraham David Nissan

- hace 3 días
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En una madrugada tibia de primavera, cuando Jerusalén aún bostezaba entre sombras rosadas, una noticia imposible comenzó a correr de boca en boca: un oso polar caminaba por las calles de la ciudad. Nadie sabía de dónde venía, ni cómo había llegado desde las frías tierras del norte, pero allí estaba: enorme, blanco como una plegaria recién dicha, avanzando con pasos lentos por la Puerta de Damasco.
Los primeros en verlo pensaron que era un espejismo, un truco de luz, tal vez un sueño colectivo. Pero el oso seguía avanzando, tranquilo, como si conociera cada piedra antigua. Los niños lo siguieron riendo; los comerciantes cerraron unos segundos sus puestos para asomarse; incluso los gatos de los callejones se quedaron inmóviles, observando con una mezcla de respeto y desconcierto.
Pronto, entre la multitud, apareció Él: el Mesías. No llegó con trompetas ni con ejército, sino caminando descalzo, respirando la mañana como quien celebra un milagro cotidiano. Se acercó al oso polar, que lo miró con ojos profundos, azules como los glaciares de Noruega. Y entonces ocurrió lo impensable: el animal se inclinó, recibiendo al Mesías en su lomo.
El silencio en las calles fue tan grande que se podía oír el aleteo de una paloma. Luego, lentamente, como una ola de luz, estalló la alegría. La gente aplaudía, reía, lloraba sin entender por qué. El Mesías, montado sobre aquel gigante blanco, avanzaba entre todos como si ese instante fuera un puente entre mundos: entre el hielo y el desierto, entre lo racional y lo imposible, entre el miedo y la esperanza.
Los niños corrían alrededor del oso polar, tocando su pelaje suave como nieve recién caída. Algunos ancianos decían que aquello era una señal celestial; otros simplemente disfrutaban del momento, como quien recibe un regalo inesperado. El oso, por su parte, caminaba sin prisa, disfrutando cada aplauso, cada gesto, cada sonrisa. Parecía feliz, como si siempre hubiese esperado llegar a Jerusalén para cumplir su destino secreto.
Cuando el sol ascendió por encima del Monte de los Olivos, el Mesías levantó la mano. El oso polar se detuvo frente al muro antiguo, respiró profundo y dejó escapar un rugido suave, un canto blanco que parecía mezclar todas las esperanzas del mundo.
Y así, aquel día quedó grabado en la memoria de todos como La ilusión de Oslo: el día en que un oso polar noruego caminó por Jerusalén, y el Mesías lo montó, y la gente —judíos, cristianos, musulmanes, visitantes, niños, ancianos— jugó, rió y aplaudió junta, imaginando por un instante que la paz podía ser tan simple como creer en lo imposible.




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